viernes, 7 de marzo de 2008

EL SORDO LINO

Estimados Sres.:
Quiero contarles una historia. La historia de un soldado campeño del siglo XIX: mi pequeña historia. Sepan que me llamo Tomás Villar López, y soy natural de Castil de Campos, una aldea de Priego de Córdoba, en Andalucía. A mí como a otros nos tocó vivir aquellos años muy difíciles, años de hambres, injusticias y guerras que organizaban los ricos... pero sufríamos y pagábamos los pobres.
Me explico: Mi familia, como casi todas en el pueblo, era pobre. Mis padres sabían que siendo ya un mozuelo, tarde o temprano, llegarían los civiles y formados en la plaza reclutarían a 1/5 de los jóvenes para el largo servicio militar. Pero no todos, ya que los hijos de los señoritos se libraban pues se “redimían” pagando o enviando a otro en su lugar. Y por eso, por el miedo a enviar a los hijos a una guerra segura, muchas familias se habían arruinado... Eran aquellos tiempos de la reina Maria Cristina.
Hoy sé que entre el 60 y el 70 % de los muchachos de las grandes ciudades se libraban, y así resultaba que el 98 % de los soldados éramos gentes nacidas en pueblos pequeños o en el campo. Total, que yo no había salido en mi vida del pueblo y el 19 de diciembre de 1892 ingresé en Caja. Me despedí con un abrazo de mi padre Lino y con un beso dejé a mi madre Antonia llorando en la puerta de casa.
A finales de marzo de 1893 me enviaron a Jerez de la Frontera y el 11 de octubre mi Regimiento de Infantería “Extremadura nº 11” embarcó en Cádiz camino de Melilla, ciudad del norte de Africa. Desde finales de octubre a fin de año estuve luchando en la Guerra de Marruecos, en el fuerte de Cabrerizas Altas. Ví mos allí mucha gente morir en ambos bandos y mucha miseria. Aguantamos y como premio, -creía yo, tonto de mí- el 1 de enero de 1894 mi Regimiento lo llevan a Málaga a descansar. Aproveché para hacerme una foto con un traje de gala prestado, que envié a mi madre a través de un conocido que encontré en el Paseo de la Alameda. Descansar –es un decir- descansé un año. Pero me quedaba lo gordo.
En junio de 1895 mi alegría fue grande pues nos trasladaron a Córdoba, pero nos enteramos que era para organizar un Batallón Expedicionario con destino a Cuba. Algunos compañeros desertaron cuando se enteraron. De Córdoba fuimos otra vez a Cádiz y el 18 de Junio ya subía yo al vapor “Montevideo”.
Allí íbamos al aire libre los más pobres pues por un pasaje de 3º clase nos pedían 32 pesos-duros. Tras diez días de mareos y vomitonas el barco llegó a Cuba. Nada menos que a 391.110 soldaditos nos llevaron allí. Decían que era para defender a la Patria, pero muchos estuvieron recolectando caña de azúcar en las fincas de familias de renombre. Y trabajando gratis. Maldita sean los gobiernos de Cánovas, Canalejas y Sagasta...
A fin de mes estaba en La Habana. En octubre ya estaba pegando tiros en Lomitas Bonitas. En noviembre en Mal Paso y Litro Ingenio, y así hasta fin de año.No quiero cansarles, pero les diré que durante todo el año 1897 estuve de operaciones en Guajanay, Palos, Mamey, Serrezuela, Charco Hondo, Maravillas, Manacas, Ingenio Viejo, etc. Y tuve suerte pues solo pillé algunas fiebres que curaron pronto.
El año 1898 fue un desastre pues los insurrectos -como los llamaban nuestros jefes- iban ganando la guerra, y aunque nos llevaban de un lado para otros de la isla nosotros no dábamos abasto. Estuve luchando en Cienfuegos, Manzanillo, Juanabana, Dos Rocas, Platanita, Cabezas, Chaparra, etc. y otros sitios que ya ni me acuerdo.
Un día de octubre sufrimos una emboscada y entre explosiones recibí un bendito tiro. Sí, digo bendito, porque me llevaron a un Hospital Militar y descansé de ver y causar tanta desgracia. O de volverme loco. De aquello quedé sordo de por vida... pero me enviaron de vuelta a casa.
El día 17 nos embarcaron, por fín, rumbo a España. Pronto veríamos a nuestras familias. Muchos barcos había en el puerto: allí estaban los buques “Ciudad de Cádiz”, “Reina Regente”, “Colón”, “Buenos Aires” y otros... Decían rumores que se había acabado ya la guerra, que se había perdido Cuba. Nadie sabía nada. Mi barco iba lleno de gente joven, tullida o enferma, pero contenta...
Cosas de la vida, nuestra alegría duró poco. Los marineros nos amenazaban con tirarnos por la borda en medio del mar si descubrían que no estábamos heridos o enfermos de verdad. Y fue verdad, pues vimos en el camino de vuelta que abrían las puertas y tiraban al agua a los muy graves o a los que morían, por temor al contagio.
El 3 de noviembre pisé la tierra de mi Andalucía. De nuevo estaba en Cádiz, la Tacita de Plata. Para festejarlo, cerca del puerto bebí manzanilla, buen vino. Allí licenciaron a lo quintos del 92: acabó la mili, pero no acaba esta historia...De Cádiz marché a mi pueblo.
Cuando días después me bajé en la Estación de Luque y respiré el olor del campo no me lo pude creer. Mirando los cerros llenos de olivos andaba camino de Castil de Campos. Pasé cerca del molino del Cerrajón y de Zamoranos. Atravesé el pueblo de Fuente Tójar con algunos chiquillos mirándome asustados. Entonces caí en la cuenta de mi fiero aspecto: tenía la barba crecida y lucía un sombrero grasiento de ala muy ancha, cubano. La vida y los años me habían transformado en un hombre.
La casa de mis padres estaba en las afueras del pueblo, en la calle Fuente Tójar, lindando al campo. Mi madre, vestida de luto, estaba tendiendo ropa en una retamas cercanas cuando la ví. Yo estaba cansado de andar y caminaba despacio cuesta arriba haciéndole señas con mi sombrero. Pero ella se asustó al ver llegar por Los Praos a un hombre barbudo, y llamó a unos vecinos. Después me enteré que ni siquiera pensaba que yo, su hijo Lino, vivía. Cuando me vió, se desmayó...
Tiempo después me casé. Me indemnizaron con 3.000 reales y todo el pueblo se enteró que ya no sería más tan pobre como una rata. Tuve que ir nada menos que hasta Córdoba a cobrarlos. De vuelta con mi hatillo recorrí el mismo camino desde la Estación de Luque a mi pueblo. Eran tiempos revueltos y en el campo no te podías fiar de nadie. Andaba ligero cuando oí pasos que me seguían y temí por mi vida. Tiré todo el dinero y salí corriendo. Y llegué al pueblo desmayado y llorando...
Días después, volví al lugar con unos amigos y, con tan buena fortuna, que recuperamos todo el dinero, menos un duro. Con ellos me compré media fanega de tierra, que heredarán mis nietos. Y que espero vivan tiempos mejores...

de Paco Córdoba