miércoles, 17 de septiembre de 2008

EL AFORTUNADO

Apure su merced la taza de vino que aunque no tenga ducados aún me quedan algunos reales y maravedíes para gastarlos en su compañía, ya que ha tenido la suerte de sentarse en mi lado. Y no me mire de esa manera y cambie la cara, que voy a pensar que no es capaz de andar por cubierta pues le veo ya un tanto escorado. Viremos a babor y acerquémonos a la mesa del fondo que a buen seguro estaremos más tranquilos. Ponga proa a sotavento que veo esa puerta mal cerrada y noto un aire para el que no tenemos edad. Verdaderamente esta venta de mala muerte parece un bajel y está tan puerca como su sentina. Siéntese y escúcheme.
Y beba, amigo, beba.
También le aconsejo que no mire así la popa de la mujer del ventero que, aunque madura, parece de armas tomar y nosotros ya no tenemos edad para guerras y ciertas travesías que sabemos perdidas y solo naufragaremos mohínos en su escote en el mejor de los casos o, peor aún, seríamos blanco de sus puyas y chanzas delante de toda esta bulliciosa gente.
Pero beba, amigo, beba.
Le decía que, por ironías de la vida, me conocen como El Afortunado, que maldita suerte si he tenido desde que nací en una cortijada desconocida y abandonándome mi madre a las puertas de un convento de Priego, según me contaron. De aquello solo recuerdo las sopillas pero le puedo asegurar que con siete u ocho años navegaba ya buscándome la vida y zascandileando sin rumbo por las calles y mercados, como tantos otros. Sabía de peleas y refriegas entre zagales como nadie. Eran malos tiempos, tiempos revueltos, decían. La vida me ha enseñado a capear temporales ¿Y cuándo han sido buenos para aquellos que no nacimos con un apellido rimbombante o con un cargo que nos mantenga? De elegir le digo que no me hubiera importando llevar sotana con tal de comer caliente dos o tres veces al día. Eso es vivir. Y mis pecados ya los hablaría yo con el de arriba si llegara el caso. Pero mejor no sigo por ahí.
Y bebamos, amigo, bebamos este tinto rebajado.
Mire a estribor aquellos ruidosos arrieros, siempre propensos al barullo. Como son jóvenes piensan que nunca llegaran a viejos, pero el tiempo pasa para todos. La vida me ha enseñado que es puro azar pero algunos nacemos con los naipes ya marcados, y lo curioso es que somos la mayoría. Pero de eso, amigo, solo se da cuenta uno con la edad y, en la vida como en el mar, nunca hay que mear contra el viento, por lo que mejor es dejarse llevar, que se lo digo yo por experiencia.
Yo le digo que ese viento me empujó a ser cabrero mientras fui un crío. No me quejo, que otros pasaron hambres sin fin y quedaron en el camino. Años después, ya experto zagal diplomado en tretas, un abuelo desdentado al que acompañé y cuidé durante un tiempo me enseñó a ganarme la vida como zahorí. Aquel morisco sabía como nadie localizar veneros en los lugares más insospechados, por lo que me abarloé, digo que me puse a su vera y poco a poco me transmitió su saber. Murió de una traidora pulmonía pero yo creo que también de pena al saberse sin familia y despreciado por su origen. Sinceramente no me pareció mal quedarme con su oficio y aparejo con el que, modestia aparte, alcancé cierta fama y hasta creí tener la vida resuelta. Ay, inocente de mí…
Bebamos, amigo, bebamos, que al menos yo lo necesito solo de recordar aquel tiempo.
Créame que el viento de nuevo sopló en contra y el azar hizo que una noche de alborozo que terminó en riña y borrachera -en una aldea de la Serranía de Ronda de la que no me quiero ni acordar- terminase junto con otros incautos formando parte de un cuerpo de voluntarios de la Grande y Felicísima Armada que nuestro rey Felipe el segundo estaba formando con idea de castigar a los ingleses. Así fuimos conducidos heridos y contusos cual reata de mulas a formar parte de las tropas que invadirían aquel país lejano y desconocido.
Yo, como tantos otros supuestos voluntarios integrantes de la leva ni sabía quienes eran ni qué habían hecho los tales ingleses. Pero algo muy grave sería cuando nuestro rey gastaba tanto esfuerzo y fortuna en congregar a tanta gente. Gente –aclaro- que en gran parte no había visto el mar en su vida. Que me lo digan a mí, andaluz de tierra adentro que de lo único que entendía era de pozos y veneros, chaparros y olivos, tábarros y chinches, mozas y alcahuetas., pero de agua, la más grande cantidad que había visto era una vez el Guadalquivir por Montoro. ¿Qué sabía yo de cañas y botavaras? ¿Cómo saber que la amura no era un país lejano ni una reina sino la zona más curvada de la proa? Para mí un puño era la parte de mi mano que servía para defenderme o meterme en líos y no el vértice de una vela. Y cazar hasta entonces era atrapar liebres, no tensar un cabo. Y ceñidas eran como me gustaban las camisas de algunas mozas y no navegar en zigzag hacia el viento. Le digo, amigo, que a muchos nos dieron gato por liebre o, mejor dicho, palo por botavara.
Tras permanecer unas semanas en Sevilla nos subieron en un navío camino de Lisboa. Aquella fue la primera cubierta que pisé. Se llamaba Marquesa y no era muy grande pero a mí me lo parecía. Sus 112 toneladas machos y 34 codos y medio de largo y 10 de manga eran para mí suficientes. Creo recordar que llevaba 6 piceas de hierro colado y 2 piceas pedreras junto unos 20 mosquetes y 7 arcabuces y unas 25 picas. También unas agujas de marear y ampolletas, banderas, cadenas de hierro, remos, pertrechos, calderas, platos y otras menudencias. Supe que todo ello era para la Armada que se estaba concentrando en la desembocadura del río Tajo frente a Lisboa, ciudad y puerto principal de Portugal y sobre la que ahora también reinaba nuestro Felipe.
Cuando tras bajar el Río Grande, que tal significa el nombre arábigo del Guadalquivir, nuestra nave se unió a otras con mismo destino procedentes de Cádiz. Mi nao largó vela por la mar océana y yo quedé impresionado al ver tanta agua. Le confieso que sufrí los mareos y malestares propios pero respiramos tranquilos cuando doblamos el cabo San Vicente, aseguraban que lugar peligroso donde corsarios ingleses suelen esperar a los galeones que vienen de las Indias. Costeando y, de cabotaje, alcanzamos a finales de octubre de 1587 aquella bella población tras cinco días pues los dos últimos tuvimos vientos contrarios y mar revuelta que certificaban el fin del buen tiempo para navegar.
Bebamos, amigo, bebamos que yo aflojaré la mosca, aunque este mal vino no es comparable a los caldos portugueses que pude catar en aquellas riberas durante algunas semanas.
En ese tiempo los muertos de hambre nos fuimos enterando de algunos detalles al ver cientos de naves que se pertrechaban y preparaban para partir. Fondeadas en aquel estuario había galeazas, jabeques, tartanas y enormes galeones. Por allí atisbé a personajes importantes enlutados hasta la gola y cientos buscadores de fortuna junto a miles de desgraciados carne de cañón que no sabíamos de imperios ni herejías. Mientras, para apaciguar miedos y temores le digo que hice amigos, conocí tabernas, bodegones y alguna que otra moza de mancebía.
Ahora sé más pormenores pues un 19 de febrero de 1588 Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina-Sidonia recibió la encomienda de la empresa tras saber la muerte del Marqués de Santa Cruz y tras nuevas demoras dio la orden de partida a las naves, cosa que hicimos poco a poco. La Escuadra portuguesa, la castellana, la levantina que llegó de Cartagena y los 11 barcos de la andaluza izamos anclas con idea de juntarnos con la Escuadra de Vizcaya y poner rumbo a Flandes. Se nos dijo que allí embarcaríamos a las tropas de Alejandro Farnesio, (le aclaro de paso un secreto a voces: el tal principal era hijo de la hija ilegítima del emperador Carlos V) Unos 30.000 marcharíamos a la conquista y conversión de Inglaterra al catolicismo, a luchar contra los herejes y en castigo por la muerte de la católica Maria Estuardo. Digo que unos 8.000 marinos, 2.000 remeros y 19.000 soldados zarpamos en unos 130 buques. Cierto que solo 65 eran de guerra y los demás auxiliares, pero teníamos las bendiciones de Ignacio de Loyola y del mismísimo Papa de Roma. Digo yo que sería un salvoconducto para el de arriba, llegado el caso. Recuerdo que yo zarpé el 9 de mayo
Todo un presagio fue que al poco las galernas dispersaron la variopinta flota frente a Galicia y tardamos más de un mes en volver a agruparnos en La Coruña. Allí me cambiaron del galeón andaluz Nuestra Sra. del Rosario al San Juan de la escuadra castellana: medía 40 metros de eslora y portaba 20 cañones y 18 culebras de 18 libras. Poseía dos puentes y un alcázar. Nos juntamos 119 marineros y 70 soldados. Recuerdo que el 22 de julio alcanzamos el golfo de Vizcaya y las fuertes tormentas nos volvieron a dispersar, poniendo a los ingleses sobre aviso. Y por Neptuno, que aquel cambio fue de verdadera fortuna…
Aún brindo por ello cada vez que puedo. ¡Bebamos!...
Para esas alturas de la empresa veteranos y bisoños éramos un manojo de nervios al ver que mientras nos acercábamos al Canal de la Mancha la flota inglesa nos mandaba brulotes incendiarios. Corría finales de julio… Tiempo después supe que por esos días fueron cuando dos galeones andaluces se perdieron, y con ellos algunos amigos: al San Salvador le explotó la santabárbara y al que pertenecí naufragó tras colisionar con otro por lo que casi 400 hombres cayeron prisioneros al alcanzar la costa. Dicen que hubo 4 batallas totalmente inútiles abriéndonos paso aquella dispersa flota hacia el Mar del Norte hasta los puertos flamencos. No encontramos tropas suficientes que transportar y la vuelta hacia el sur era imposible pues nos cerraban el paso los galeones ingleses. Se acordó bordear las islas Británicas por el norte. Permítame que ahora apure yo mi taza, amigo…
La abrupta costa oeste de Irlanda fue cementerio de muchos conocidos. En mi barco hubo cosas que juramos mejor callar para siempre. En fin, que tras mes y medio de hambres y fatigas a primeros de octubre volví milagrosamente a divisar el faro, que dicen romano, de Hércules en La Coruña. Envejecido, enfermo y maldiciendo a todos los grandes que dicen defender honores, patrias y religiones desembarqué besando aquella tierra conocida y allí dejé mi maltrecho galeón.
Meses después se supo del inmenso desastre naval: se perdieron 25 galeones. Y yo regresé –andando, amigo, andando- a mi tierra andaluza, a la que arribé pleno de mala leche, desengañado y sabiendo -éso sí- de muchas geografías. En esta zona del sur de Córdoba me tienen como un aparecido, y en las ventas de la comarca me invitan a vino con tal que les narre mis desventuras. Y juzgue ahora, buen hombre, si merezco o no el mote de El Afortunado….
Y beba, hombre, beba que desde entonces soy muy liberal de bolsa.
Pero le sigo diciendo que esa moza a la que ojea desde hace rato por proa y popa con descaro, a su edad, es más peligrosa que Drake, sus corsarios y toda la flota inglesa con la que nos tuvimos que enfrentar…

¿Qué me dice de una sordera…?